Sala Negra

La última representación

La nieve caía sobre Tallin con la fatiga del invierno. En el Teatro Estonia, las luces temblaban. Unas pocas almas ocupaban las butacas, aferradas al idioma estonio como a una patria que se desvanecía.

Tras el telón, Anett alisó su vestido. Los alemanes habían prometido libertad. Ahora, los soviéticos volvían con su marcha de hierro y ceniza.

El escenario era su única verdad. Desde niña había creído en la magia de aquellas tablas y en el poder de las palabras pronunciadas bajo la luz tenue. El teatro era su patria secreta, la única que no podían arrebatarle. Aunque la ciudad cayera sabía que allí, en ese instante, seguía viva.

La función terminó. El telón cayó como un presagio. Nadie aplaudió al principio, porque aplaudir demasiado era peligroso. Resistir era ir a Siberia y no volver. Luego, los aplausos estallaron, como un disparo en la noche.

Días después, el teatro quedó en ruinas. Años más tarde, los soviéticos lo reconstruyeron con otro rostro y otro dueño.

Anett nunca lo supo. Solo tenía la esperanza de que algún día, alguien volvería a decir esas mismas palabras sobre un escenario, y el amor que ella sintió no se perdería del todo.

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